Voces de Expertos
por
Cristian Raynaud Oyarce
Arquitectura y memoria
30
de
September
de
2024
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https://doi.org/10.60647/dgxt-0p86

Palabras clave: identidad, sentidos, percepción, edificio.

I.- MEMORIA

¿Cuánto de lo que somos proviene de nuestros recuerdos?

Se dice que el olfato es el sentido más primitivo del ser humano y que por tanto podemos reconocer inmediatamente un olor que nos puede hacer “viajar en el tiempo” más rápido que cualquier otro de nuestros sentidos.

El olor a cierta comida, a tierra mojada, al aire salobre de la playa, a madera, a flores, etc son los gatillos que pueden llevarnos a la cocina de nuestra infancia, a los días de verano y mar o de invierno y lluvia. etc. Podemos concluir que el olfato es un sentido extraordinario como catalizador de la memoria. Sin embargo, habiendo evolucionado como seres eminentemente visuales, nuestros recuerdos a menudo están asociados a la imagen visual de nuestro entorno: formas, colores, luces sombras, etc y en caso de discapacidad visual también a texturas, sonidos y - por supuesto- olores.

La forma en que nos auto-percibimos, lo que sería nuestra identidad ¿no viene, acaso, de lo que recordamos ha sido nuestro actuar en determinado tiempo, lugar y circunstancias?

En este sentido podríamos decir que, para quienes hemos nacido en ciudades, la forma urbana ha tejido nuestros recuerdos, por lo tanto, lo que somos o creemos que somos.

Nuestras casas y barrios de infancia, de colegio, de universidad, de trabajo, viajes, etc han tejido nuestro ser y cada recuerdo está de alguna manera siempre situado a como nuestros sentidos percibieron el entorno en ese momento. La arquitectura entonces juega un rol fundamental en nuestros recuerdos, ya que es la que nos sitúa en el espacio y el tiempo.

Entonces, al menos desde esta perspectiva la conservación de edificios, el valor de la arquitectura patrimonial, no es un asunto trivial, sino una necesidad emocional de mantener de facto algo donde estén anclados nuestros recuerdos, más todavía cuando son recuerdos compartidos con otras personas, también con otras generaciones, creando imágenes de memoria de identidad, tanto individual como colectiva.

¿Cómo sería si no reconociéramos nada a nuestro alrededor, si no tuviéramos memoria ni personal, ni histórica?, sería como no haber crecido, no haber aprendido, no haber vivido.

II.- ARQUITECTURA, ARTE, CINE

Desde sus orígenes el cine ha estado ligado a la arquitectura.

En su infancia el cine fue una herramienta para “congelar” y documentar el gran escenario de la ciudad, así como ya lo había hecho la pintura, pero esta vez con el uso de la imagen en movimiento, agregando la “dimensión del tiempo” a la “dimensión del espacio” que ya existía en el cuadro.

Al alcanzar su madurez, el cine se convirtió en un arte nuevo, el séptimo, que desarrolló un lenguaje propio de vínculo entre espacio, tiempo y espectador.  El nexo con la arquitectura se fue estrechando aún más ya que partiendo del espacio arquitectónico real, el cine desarrolló espacios propios de ficción, que son parte de la narración, lo que se conoce como el “espacio fílmico”.

Para modelar el espacio fílmico el cine moderno ha ocupado una y mil veces la ciudad moderna como su contexto, es decir, ha sido la máquina de imágenes enfocada sobre la máquina de habitar la que ha logrado transmitir que la ciudad “habla” y es ahí donde la arquitectura como Arte hace el cruce con el cine. El cine, entonces, entendido como arte, requiere la complicidad emocional del espectador, es decir, la disposición a partir en un viaje, una aventura, por este espacio fílmico y lo logra, en gran medida, al evocar imágenes tanto de recuerdos como de sueños.

Una cosa es ver películas y otra ver Cine. Una cosa es ver edificios y otra ver Arquitectura.

Museo de la memoria interior. Foto:  María Cornieles.

III.- RECUERDOS, IMÁGENES, IDENTIDAD

El cine, como arte, despliega historias que conmueven y llaman a reflexionar. El arte cuestiona, reflexiona, provoca.

Son muchos los cineastas que han indagado en la construcción de identidad a partir de la memoria, los flashbacks y raccontos son también herramientas narrativas que juegan con el tiempo narrativo para entender a los personajes y sus circunstancias.

Sin duda que Christopher Nolan es uno de los cineastas más obsesionados con el tiempo, la mayoría de sus obras hace alusión a una percepción de la realidad asociada al tiempo.

¿Qué pasa cuando esa percepción de la realidad es sobre nosotros mismos? Este es el planteamiento de su película “Memento” (“Memento”, 2000). En ella el personaje central, Leonard Shelby (Guy Pierce), pierde la memoria de corto plazo debido a un accidente y ya no puede generar nuevos recuerdos, es decir, al cabo de unos minutos olvidará por qué está haciendo lo que hace y por qué.

Para solucionar su amnesia cíclica, Leonard recurre a un sistema de fotografías, notas y tatuajes que él mismo escribe para, artificialmente, recordar cuál es su propósito, en este caso encontrar al asesino de su esposa. En el transcurso de la película vemos cómo el personaje se construye una identidad a partir de estos recuerdos anotados, los que le dan sentido y urgencia a sus acciones. Sólo al final del filme entenderemos que ha manipulado sus notas para formarse una falsa identidad que justifica sus acciones (encontrar y matar al supuesto asesino de su esposa) y lo liberan de toda culpa, pues no recordará que son falsas. Ha manipulado la historia. Su historia.

La historia de Nolan es sobre la memoria individual, pero ¿qué pasaría si esto mismo se hiciera a nivel colectivo? Tal vez podamos responder esa pregunta revisando un filme de culto, esta vez en clave ciencia ficción/ neo-noir. Se trata de “Ciudad en tinieblas” (“Dark City”, 1998) del director Alex Proyas.

En ella el personaje central, John Murdoch (Rufus Sewell), es un hombre acusado de asesinato, un hombre perseguido que no logra limpiar su nombre pues, por alguna extraña razón, sufre de amnesia y sólo tiene como recuerdos imágenes incoherentes.

Además de perseguido, está atrapado en una ciudad de la que no puede salir, al tratar de huir los caminos le llevan a ninguna parte excepto murallas. Está obsesionado con un vago recuerdo, quizás la clave de todo, una playa soleada más allá del muro, pero a la que es imposible llegar.

De a poco el espectador se va dando cuenta de algo peculiar: en esta ciudad es siempre de noche, jamás de día. El clímax sucede cuando se devela que a medianoche toda la ciudad se paraliza y sus habitantes caen dormidos, durante este período de inconciencia la ciudad y todos sus habitantes cambian para despertar transformados en otras personas, con otros nombres, en otras casas, en otras calles, con otros oficios y con otros recuerdos de quiénes son ellos mismos. En esta ciudad alguien -o algo- borra y agrega recuerdos. La explicación final que nos ofrece la película es tanto fantástica como terrorífica.

“Ciudad obscura” nos muestra que nuestra percepción de lo que somos, lo que recordamos que somos, está ligada al entorno donde nos hemos desarrollado, donde hemos vivido y nuestra necesidad de reconocerlo.

Necesitamos una coherencia entre el ser y el estar.

Sin memoria no hay futuro, no hay mañana sin ayer.

IV.- EL RECIPENTE DE MEMORIA

Tenemos, entonces, a la arquitectura como el gran escenario de la memoria, memoria que nos configura como individuos y como sociedad, tal como nos muestra el cine en los dos ejemplos antes citados.

Es en esta dimensión que ambos –el cine y la arquitectura– se perfilan más que nunca como disciplinas artísticas, ya no tanto utilitarias, sino como espejos culturales de la sociedad. Es así que junto con la búsqueda estética hay una indagación, provocación y reflexión sobre la vida y el tiempo.

Incluso en la vanguardia no se puede partir sin memoria. Un ejemplo para graficar esto lo podemos hallar al inicio del siglo XX en los albores del “Movimiento Moderno”, que era la vanguardia arquitectónica de esa época: la icónica industria Fagus (1911-25), de Walter Gropius y Adolf Meyer. El encargo para los arquitectos era hacer una fábrica de piezas para calzado que fuera distinta a las otras industrias de su época, tanto en la forma como en los materiales, pero que se reconociera como un edificio industrial. La solución: colocar –en la fachada de acceso– un gran reloj que marcaba los turnos, al igual que hacían todas las industrias de esa época. Hacer algo nuevo con lo más viejo.

Otro ámbito de la arquitectura donde también se pone en valor el concepto de “tiempo” es en los museos, que son a la vez recipientes de memoria y símbolos urbanos. El museo contiene tiempo y el mismo edificio se vuelve un signo de su tiempo.

A propósito de que recientemente en Chile se conmemoraron 50 años del golpe de Estado que interrumpió la democracia chilena por casi 20 años, hubo un intenso debate sobre la memoria histórica del país. Todavía es un debate en desarrollo el de las causas y las consecuencias profundas de este episodio para el Chile de hoy y sus habitantes, hayan nacido o no para la época del golpe.

Tal vez la arquitectura nos pueda ayudar. Existe en Santiago, la capital de Chile, un museo tanto recipiente de memoria como símbolo urbano: es el Museo de La Memoria y los Derechos Humanos (proyecto ganado en concurso por los arquitectos brasileños Mario Figueroa, Lucas Fehr y Carlos Días, 2010).

La colección del museo es un recordatorio de los atropellos a los derechos humanos cometidos por la dictadura militar y el arduo tránsito de la sociedad civil a la recuperación de la democracia. El museo mismo, uno de los mejores del país en términos arquitectónicos, tomó como premisa el de un container de memoria, suspendido sobre una gran plaza a la que se accede por dos grandes escalinatas que simbolizan el retorno de los exiliados políticos de la dictadura al Chile en democracia. En el interior, de espacio abierto y recorrido fluido, destaca un espacio más cerrado e íntimo, de recogimiento, frente al muro donde cuelgan las fotografías de todos los ejecutados y desaparecidos, en ese terrible período.

Este museo es, finalmente, una matrioska de memoria: un espacio de memoria (el edificio) dentro de otro (la ciudad).

Admirar, querer y proteger nuestras ciudades, entonces, no es asunto trivial. No se trata de mantenerlas intocables, porque son entes vivos, pero preservar o reconstruir es un acto de sanidad mental, lo que hacemos es reconstruir la identidad colectiva, es una “cura de tiempo”.

Siendo testigos, como lo somos ahora, de guerra y destrucción en Gaza y Ucrania, es que entendemos que cuando al fin se alcance la paz si no hay una reconstrucción digna y meditada de esos lugares, esas comunidades estarán para siempre “rotas”, con recuerdos como espejismos y nunca sanarán de esta otra herida de guerra: el desvanecimiento del gran escenario de memoria, la ciudad.

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